Sacapuntas | 8 min | febrero, 2021
En un mundo donde las diferencias de poder deciden quien puede hacer algo o no, las redes sociales democratizan, porque todos podemos decir lo que queramos. Nadie necesita un permiso, saber más que nadie o ser alguien en particular para poder ser escuchado. Lo único que precisa es abrirse una cuenta.
Las plataformas digitales son un igualador, porque el nivel que tenemos al hablar en ellas es exactamente el mismo, sin importar quiénes seamos. Pero eso es tan bueno como malo. Las redes sociales nos dan el poder de que todos podamos hablar sobre lo que queramos. Pero eso no es algo bueno en sí mismo. ¿Tiene la misma potestad para hablar sobre arterias coronarias un historiador que un cardiólogo grado cinco? ¿Tienen la misma legitimidad de opinar sobre un barrio alguien que vive allí y alguien que jamás lo pisó? Lo cierto es que no. No todos sabemos de todo, no todos estamos preparados para hablar de todo, pero a la dinámica de las redes sociales no le importa. En un espacio donde cada uno es quien es por lo que dice, pero sobre todo por la aprobación o rechazo que genera (medible en likes, retweets o seguidores), las cosas se dicen como verdades absolutas, y por ende, deben ser defendidas de esta forma.
Es así, que los diálogos en plataformas digitales no son intercambios, son violentas batallas en las que nadie quiere perder. Desde su propia trinchera, cada parte ofrece su opinión, que es una visión del mundo válida como cualquier otra, pero este análisis no tiene lugar en las plataformas digitales. Ante el cuestionamiento a una opinión surge la defensa, con argumentos que van de un lado a otro mendingando likes o retweets con los que un tribunal de espectadores va premiando lo que pasa frente a ellos.
Las opiniones van, vienen, se enriquecen en el intercambio, pasan de ser verdades absolutas a quedar obsoletas; se reconstruyen permanentemente. Pero no es así en una discusión en redes. No hay matices. Se cree una cosa u otra. Si estoy de acuerdo con lo que planteás tengo que acordar con todo; no puedo acordar en unos aspectos y disentir en otros. O estoy de acuerdo con vos o estoy en contra. En esta dualidad, ante la imposibilidad de acordar, surge el conflicto. Con una platea de usuarios que ofrecen sus likes al mejor postor, la única alternativa que hay es insultar y demostrar así mi superioridad. Agredo al otro con elementos y factores que poco tienen que ver con la discusión. Lo insulto por quien es, por cómo es, por dónde vive. Nada de eso tiene que ver con el debate que en un principio nos convocó. El otro, ante el ataque, o me ignora o continúa intercambiando, abriendo así otros dos caminos. O me muestra que caigo en el insulto por carencia de argumentos, o cae tan bajo como yo y sigue la línea de insultos. Casi siempre todo conduce a esta última opción. Así la tribuna enloquece. Los tuits son retuiteados, los comentarios reciben miles de likes. Todos quedan contentos con su sensación de superioridad al no haber dado el brazo a torcer. Del tema que se habló, nadie recuerda nada.
¿Qué nos queda? Cada vez pasamos más tiempo en redes sociales, por lo que negar lo que pasa en ellas sería muy ingenuo. La agresividad y violencia es una problemática propia de los intercambios humanos. No lo traen las redes, no es algo nuevo. Así como las soluciones tampoco lo son. Puede ser tentador hablar de censura o cancelar cuentas, pero el límite es muy fino y es fácil caer en una lógica del 1984, de Orwell. No. La solución no va por ahí. La solución está en los valores y principios que rigen nuestras conductas y nos hacen ser mejores: el respeto, la tolerancia, la humildad. Es difícil. Claro. Cuando todo mi entorno se olvida del respeto para caer en insultos, cuando se regodean en tener la razón como si fuera un valor, cuando la humillación es el pago por asumir un error. Es difícil. Pero como siempre aconseja el locutor de una radio que escucho: no hay que tener miedo, no siempre se choca andando a contramano.